miércoles, 14 de abril de 2010

EL RAPTO DE IFIGENIA TAPIZ DEL SIGLO XVIII



El tapiz, con miles de hilos que recorren las historias olvidadas de los hombres, las plasman en abrazos coloridos que una vez sonaron como cuerdas afinadas para un pequeño concierto de la época que  seguro trajo tantas satisfacciones como desgracias. Y los encerró con la magia de sus acordes bien encalados en los ojos de quien se detuvo a observar lo complejo de esta obra.
Con las luces amarillentas, como alumbrado por una lámpara de aceite, la fragilidad de cada uno de los hilos que lo recorren y los muy diversos colores que se parecen al atardecer con mil iluminaciones, cada una más delicada y resplandeciente.
Todo su dorado fue la salvación para que el óxido del tiempo no terminara con ella, además de la misma atención que los hombres le prestaban por parecer tejido con oro y con pequeños tintes de conchas marinas. Su plusvalía aumentó en todas las direcciones. La arrogancia que en cada hilo conserva la perseverancia para no ser borrado, como el primero que lo entretejió para no ser olvidado porque su material es mucho más frágil.
Hasta el tiempo presente, aún no se sabe si ha salido un poco del pensamiento y otro poco del esfuerzo. No pueden ir más de la mano que en un mismo movimiento. Los dos entrelazados como hebras donde se puede ver mejor la magia de sus comienzos donde aún hoy está vigente, si el tiempo y los ojos no dejan de prestarle un poco de esa plusvalía que desde un momento no intentó ganar por la belleza del conjunto.
Una parte desgarradora de la historia de los mismos que dejaron su esfuerzo en la escena allí descrita, que es indeleble y que lucha. Como las cintas de película vieja ante su naturaleza,  la de autodestruirse por el mismo material precioso del que fueron hechas. Su ventaja radica en el orden y la armonía que llevan, quizá por haber sido del parto mitológico de un libro que leímos a medias.
El rapto, las lanzas, el abrazo, la caída de unos hombres e Ifigenia, la misma que temerosa trata de no caer. Las rodillas se doblegan un poco al andar entre la espesa maleza que la rodea, además de los empujones que le dan sus secuestradores.
Ella, de antemano, sabe que el fin se acerca y que sólo está retenida por la misma imagen que los hilos no sueltan y que se niegan a dejarla ir con estos hombres.
Su lado de divinidad se asemeja al de los hombres que doblan sus piernas tras situaciones en las cuales se ve expuesta su fragilidad.
Catherine Duque
Óscar Olvera

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