sábado, 6 de noviembre de 2010

YO ESTUVE EN AQUEL 20 DE JULO DE 1810

Hacia ese tiempo rugía ya sordamente la dicha revolución, como un ruido subterráneo, y estaban muy desavenidos los criollos con algunos chapetones. No referiré, porque todo el mundo lo sabe o debe saberlo, cómo tuvo origen y se desarrolló esa revolución que al fin estalló el 20 de julio. Nadie ignora la disputa que tuvo lugar aquel día en la calle real, entre un comerciante español Llorente y don Antonio Morales, mi hermano político, con motivo del banquete y otros festejos que se preparaban para recibir al comisionado regio don Antonio Villavicencio, educado en España, de quien se esperaba mucho en favor de los americanos y de un cambio político. Omito por lo mismo todos esos pormenores que me sacarían del reducido terreno en que me he situado y me llevarían muy lejos. El hecho es que la revolución se llevó a efecto y que una simple disputa personal vino a ser la chispa que produjo la independencia de nuestro país. Me sucedió a mí lo que a muchos otros jóvenes de mi tiempo, que de la curiosidad pasamos al entusiasmo, y de meros espectadores nos convertimos en soldados. Sin saber cómo, fui enrolado en las filas de los patriotas, que engrosaban por instantes, y me hallé formando en la plaza mayor con mi lanza al hombro. Así fue que ví aprehender al virrey Amar y a la virreina su esposa, y a los españoles Trillo e Infiesta, personas de importancia. Un señor Posadas, que entonces era de los gritones y alborotadores que figuran en todos los bochinches y asonadas, pedía las cabezas de Llorente, Infiesta y Trillo, y lo seguía la multitud pidiendo lo mismo, a manera del eco que se repite en las rocas; pero muchos de la cola no sabían por qué las pedían, ni cuales eran los delitos que habían cometido esos señores. El cuadro que presentó después la virreina con las revendedoras o verduleras, fue todavía más triste y desconsolador que el de las caravanas de gritones. Aquellas mujeres, soeces, la insultaban, empujándola y aun pellizcándola; algunas llegaron en su villanía a punzarla con alfileres. ¿Pero sabían por qué? Es seguro que no: el furor popular es contagioso. Hoy que veo a tanta distancia las cosas que entonces veía de cerca, como lo creían entonces la misma virreina y don Juan Sámano, que si hubiera salido una compañía del regimiento Auxiliar, que hacía la guarnición de la plaza, se habría terminado todo en pocos momentos. Sámano aguardaba por instantes la orden que debía dar el Virrey; pero éste por fortuna era pusilánime, y no se atrevió a darla ni a hacerse responsable de la sangre que pudiera correr. Más entereza tuvo la señora, y así le echaba en cara a aquel su cobardía. No hubo, en efecto, más sangre derramada aquel día que la de un sombrerero llamado Florencio, a quien hirió uno de los patriotas por haberle oído decir que quitaban a los virreyes por la ambición de mandar ellos, y que esto era peor. Es indudable que el secreto y plan de la revolución estaban entre unos pocos, y que la masa del pueblo, que no obra sino por instigaciones, nada sospechaba, si bien dejó explotar sus antipatías y resentimientos contra algunos malos españoles de los que habían venido a principios del siglo, arrogantes y altaneros, muy diferentes de los que en tiempos anteriores se habían establecido aquí, pacíficos, benévolos y amantes del pueblo y de su prosperidad. Entonces oí hablar de la publicación de los Derechos del Hombre, que hizo Nariño en tiempo del Virrey Ezpeleta, libro que comenzó a preparar los ánimos de algunas gentes para la empresa que mas tarde acometieron con la mayor buena fe y rectas intenciones, animados por un verdadero patriotismo y un noble desinterés, que harán siempre honor a su memoria. Instalada la Junta Suprema, el pueblo, que se hallaba reunido en la plaza, exigiendo todo aquello que le sugerían los gritones y chisperos, resolvió por sí y ante sí, que una parte de la gente armada se trasladase al convento de capuchinos, donde hacía seis meses que se hallaba preso el canónigo magistral, doctor Andrés Rosillo, por ser reputado enemigo del gobierno español, y como tal sindicado de insurgente, y se le trajese a la Junta. Me tocó ser del número de los libertadores de este eclesiástico benemérito, y lo condujimos en triunfo por toda la ciudad. Aquel acontecimiento produjo tal entusiasmo, que todas las calles de la carrera que seguíamos se vieron instantáneamente adornadas con colgaduras que pendían de los balcones y ventanas. Aun tengo presentes varias de las palabras que el canónigo dirigió al pueblo en un elocuente discurso desde la galería de la Casa Consistorial. Los oidores Alba y Cortazar y el fiscal Frías, cuyas cabezas pedía el pueblo, fueron asegurados, y cuando los llevaban presos, el tumulto de la muchedumbre era tal, que yo no tenia necesidad de andar por mis pies, pues me llevaban en peso de aquí para allí, gritando “¡a la Cárcel!” “¡a la Capuchina!” Hoy que estamos acostumbrados a esta especie de garullas populares, nada tendría aquella de extraño y sorprendente; pero entonces era un acontecimiento extraordinario, como que por primera vez se veía en nuestra pacífica ciudad una escena de esta naturaleza: era el estreno de la soberanía popular.

SABRINA GODOY

2 comentarios:

  1. DESPUES DE ESTO MI CEREBRO MURIO... A PARTE DE ESO ME TUVE QUE DOCUMENTAR BIEN PARA NO EQUIVOCARME!!!!!!!

    ResponderEliminar
  2. Es un excelente trabajo muy bien documento con buen ritmo... manejas muchas de las palabras de la época... realmente se nota la preparación... pero no perdonaré las faltas gramaticales... por eso no te pongo 5.0 sino 4.5

    ResponderEliminar